El arte es esto para mí, para esta niña vieja que hoy soy. Es esta realidad imaginada que inevitablemente existe en un mundo creado por uno para sobrevivir explicándose inexplicables, es la emoción misma dibujada, declamada, escrita, meciéndose bajo nuestra piel y en última instancia, exhibida y compartida, en este espacio, hoy ante ustedes.
Bienvenido/a a este tambaleante vaivén de mi oscilografía.


lunes, 1 de febrero de 2010


sOY
Artesana de tu alma
portadora fiel y voluntaria de tu esencia
guardiana de tu espacio
del templo que es tu cuerpo
de hija - maestra que creciendo enseña
a niña espectadora del tiempo.

Instrumento vital
espanta bichos y miedos
malabarista de tu historia
de tu pienso y siento
de mujer entera o descremada
a madre - vacío que extraña, que siempre extraña.

Hechicera cura nanas
modelo a contrariar
compañera y enemiga de tu ansia.
Soy tu madre,
tu mamá
tu mami,
mamita.

mECEDURA

Esperaba en silencio mientras mecía mi cuerpo de un lado al otro. Sin orden alguno, sin ritmo, sin una verdadera necesidad de estarlo haciendo.

Quise un día tomar venganza contra el maldito silencio. Contra ese cuerpo tan mío y siempre en movimiento, contra esa espera absurda de signos o señales inexplicables con las que guiaba mis pasos, contra todo ese desorden que poco a poco me iba consumiendo y convirtiendo en algo que no entendía, en algo que sabía no podría controlar.

Salí a la calle pese al frío y al viento que lograba congelar la mayoría de mis extremidades. Una nariz pintada de un rojo intenso me saludaba como último vestigio de aquella payasa rimbombante que había sido, mientras brillaba en el reflejo de las vidrieras de los negocios, de las ventanas e incluso las ventanillas de los automóviles cuidadosamente estacionados sobre la Avenida Rodríguez de Francia.

Camine un buen trecho hasta que vi a una gata enorme y blanca y decidí sin más seguirla. Mirando letreros llenos de luces la perdí para terminar en un lugar que no conocía, en el que no recordaba haber estado antes. Me senté en una especie de escalerita (más bien tres o cuatro escalones) que no llevaban a ningún sitio. Luego de unos largos minutos me percate de la existencia de un pasillo ubicado a la derecha, era tan increíblemente angosto que imaginé difícil el avanzar. Luego de un sinfín de cavilaciones estúpidas y como el lugar parecía totalmente abandonado, decidí meterme en aquella especie de cavidad que inexplicablemente me remontaba al útero. Matriz materna de la cual creo que nunca salimos del todo.

Era todavía temprano y necesitaba hacer tiempo, bloquear de alguna manera la des-espera. Al final del pasillo–madre hacía su aparición un pequeño patio-mundo que gracias a la oscuridad-noche, gran amiga de esta frustrada vampira, me infundo la confianza suficiente para avanzar en él. Al llegar al centro pude divisar a la gata con su resplandeciente blancura observando con curiosidad todo lo que a su alrededor sucedía. Estaba acercándome lentamente, me habían entrado unas ganas tremendas de acariciar su hermoso pelaje cuando escuche una voz. No iba dirigida a mí, eran palabras para ella, la gata. A la que me quede mirando, esperando que respondiera. Como si pudiera de repente ponerse a hablar.

Una vez que se acostumbró mi vista la divisé: Era una mujer mayor de unos 70 años. La piel le colgaba de su delgada figura. Por favor - me dijo – agarra pues esa silla. ¿Vos tomás cerveza?

Y sin haber respondido y hoy no recuerdo ni como, ya tenía entre mis manos un vaso. En realidad eran unas tazas de plástico de una antigua colección de coca – cola, Seúl ‘88.

Aporté tres mil guaraníes que era todo lo que tenía sin saber como volver a casa. La Señora volvió con dos botellas más.

Estaba fascinada con la gata que se encontraba en el medio de ambas, a la misma distancia entre ella y yo. El animal parecía entender todo lo que se decía puesto que sólo se dignaba a mirar si es que alguien hablaba. La señora hablaba de la misma manera con ella que conmigo. Siempre tuve miedo a los gatos, de chiquitita los veía de lejos y…¡mierda! Suena el teléfono. Maldito invento entrometido. Siempre metiéndose en mi hora de estar tranquila.

¿Hola? – conteste.

Era él. Los cables se unían ocasionando un gran cortocircuito que iluminaba mi vista mostrando mi reflejo hecho caricatura, matando mi tan acostumbrada y fantasiosa dispersión para hundirla en el fango de “sus” verdades, presionando mi botoncito de bloqueo muchas pero muchas veces, dejándome siempre sin saber el estado en el que quedo.

No, ya no tengo ganas de hablar.

Este incidente cambio el tono de la conversación, la gata asustada se había alejado y tenía que voltear la cabeza cada tanto para poder verla.

En unos minutos él llegó exigiendo explicaciones como si estuviesen realmente pintadas esa señora y esa gata (que desde lejos nos mira). Explicaciones: Benditos porqués que no dicen nada. Errores mal vestidos como dijo (¿o escribió?) alguna vez Julio (Cortázar).

Al llegar él, como recordé estaba pactado, la conversación se transformó en discusión y una en la cual yo, la principal “implicada” no participé. Había optado por mirar de distintas maneras de acuerdo a las acusaciones que saltaban al aire. Por esperar en silencio y mecer mi cuerpo de un lado al otro. Sin orden alguno, sin ritmo, sin una verdadera necesidad de estarlo haciendo.

La Señora asumió mi rol, mi defensa, y me sorprendió escuchar en la boca de esta mis propias palabras, las mismas palabras desordenadas que hacían una ensalada de mi pensamientos, admirando la maestría en cuanto al momento y los gestos con los que las acompañaba hasta terminar por fin, sirviéndole a él un poco de cerveza y convenciéndole de lo más importante: de no seguir gritando y perturbando al silencio, dejar que todo siga como hace cinco minutos... Dejarme tranquila.

Apague el teléfono. Siempre me han llegado las buenas ideas un poco tarde. Habían pasado dos horas desde mi llegada, era ya de noche-noche y no había sido un día especial, era de esos que es mejor no repetirlos-repetirlos y escaparse o esconderse del mundo que para mi esta tan lejos, pero en días así, llega y se trepa ka’iro haciendo peso muerto en mis hombros y haciéndome envidiar a una puta gata.

Volví a la conversación dirigiéndome a ellas. Apenas lo distinguía en la oscuridad.

Con el correr de las horas hablamos de todo un poco cayendo en inevitables confesiones, consecuencias del alcohol, cariñosos ronroneos, un porro y la madrugada iluminadora que nos mostró clara y serena lo que antes no pudimos o quisimos ver. Hubo lagrimones homenajeando al pasado.

No importaba la diferencia de edad ni la especie ni las sombras. Se creo una complicidad tan grande que aquella que llevaba tiempo siguiéndome, multiplicándose, luego de alargarse y adquirir todas la formas posibles fue rindiéndose, fue apagándose hasta que realmente “casi” desapareció para ir a ubicarse más lejos, mirar desde lejos como la gata.

Al salir de aquel lugar mágico sentí haber mecido toda experiencia que me había marcado a rojo vivo. Tanta fuerza, tanta intensidad, tanto vértigo buscado y deseado.

Somnolienta, mareada y triste todo se me revolvía empezando por el estómago.

Ver, hablar y escuchar a ese idéntico calco de unos 70 años… mis miedos…

Me acordé de él. Ahora era sólo un puntito de sombra, un aliento gris que erizaba mi nuca, un castillo hecho de naipes o de arena al que temía mirar por temor a deshacerlo con el poder de la mirada. Recordé las palabras de alguien: “Lo que sos es una gata, una gata callejera que se vale de sus ojos para sobrevivir”.

“Tu problema es ser tan humana” - me dijo en cambio aquella sombra alguna vez en algún tiempo inventado - “La compasión no nos conduce a nada”. Sabias palabras cargadas de egoísmo y arrogancia, dichas con tan peculiar cinismo que irónicamente no me inspiran nada más que compasión y acrecientan mi fobia contra todo tipo de ismos.

Cuando desperté en la mañana con mucho sol por desayuno encontré en el bolsillo esta poesía. Estaba hecha a garabatos y escrita aparentemente por mí en un papel amarillo. No recordaba haberla escrito.

Risotada y Carcajón

No salen de su casa

Nadie sabe que paso

Carcajón quiso ser príncipe

Risotada bailarina

A los días escaparon

Y se creyeron golondrinas

Alguna vez quisieron hijos

Y sólo amor

Amor

Amor

Lo que no logra el maquillaje

Lo que nos vende la ilusión

Risotada y puntapié

Bala humana y Carcajón

Ella perdió la sonrisa

Él dio una carcajada y lloró

Nuestros circos se han cerrado

Ya nada esconde ese telón

Estamos solos

Frente a un grande, viejo y feo televisor

Todavía me encontraba en esas sillas de esterillas tan típicas de los patios de las casas de familia. La gata se enredaba entre mis piernas ronroneando algo inentendible. Fui a la parada del colectivo, mi cuerpo olía a alcohol.

Durante la noche había descubierto que no era capaz de sentir otra cosa que no fuera rabia. Terminé riendo de forma malvada al pensar que estaba dando lo que siempre quise me dieran, diciendo lo que siempre quise me dijeran, etc.

Tenía tantas ganas de dormir, de dormir días y días seguidos sin que sonara el maldito teléfono, sin que me reclamaran acá y allá el abandono, la falta de atención a cosas que son “importantes”.

Llegue a casa y me metí a la ducha, me sentía roñosa con todo el alcohol y tabaco consumidos en la noche anterior. Mientras me duchaba con agua caliente y en la oscuridad como gustaba hacerlo me acorde de aquella señora, no sabía el nombre y por más que diera vueltas y vueltas a la cabeza tampoco recordaba la dirección de su casa, ni como había llegado a ella. Esto me entristeció. Hubiera tenido ganas de volver a verla. A ella y a su gata. Su blanca e inteligente gata.

Me senté en la cama mientras fumaba el primer cigarrillo, el que había decidido hace tiempo sería el único en la mañana. Tenía fijado uno solo en la mañana, otro solo por la tarde y en la noche podía terminar la caja. La caja de todos los días. Sentía que esperaba en silencio, siempre esperaba alguna cosa mientras mecía su cuerpo de un lado al otro. Sin orden alguno, sin ritmo, sin una verdadera necesidad de estarlo haciendo.

Nunca había estado sola y sólo pensarlo me aterraba. Hablando anoche con aquella señora sin nombre pensé que podía acabar así. Sola, y hablándole a una estúpida gata blanca que ni siquiera podía entender ni responder a mis interrogantes. Al rato me dormí para despertar en mitad de la noche por culpa de una pesadilla... Yo era ella, la piel colgaba de mi delgada figura.

Estaba sola en una cama acompañada de una gata que me miraba fijamente. Siempre tuve miedo a los gatos. De chiquitita los miraba de lejos y… ¡Mierda! Sonaba el teléfono.

¿Hola? Equivocado - mirando a la gata decía - ¿Sabes como se llamaba? ¿Vos sabes cómo me llamo yo?. Y como el animal no respondía salía desesperada a la calle para preguntar a la gente pero todos reían y escapaban.

“Pobre Señora.” - escuchaba que decía la almacenera - “Ya habla sola. Nosotros siempre le regalamos cerveza y esas cosas”.

Entonces con lágrimas en los ojos atravesaba un pasillo oscuro y angosto para sentarme en el patio de mi casa, diciéndole a mi gata: “Vos sabes la verdad Blanquita. Déjale nomás que se rían y vení. Espera conmigo”.

Mientras la abrazaba fuerte y la mecía de un lado al otro. Sin orden alguno, sin ritmo, sin una verdadera necesidad de estarlo haciendo.