El arte es esto para mí, para esta niña vieja que hoy soy. Es esta realidad imaginada que inevitablemente existe en un mundo creado por uno para sobrevivir explicándose inexplicables, es la emoción misma dibujada, declamada, escrita, meciéndose bajo nuestra piel y en última instancia, exhibida y compartida, en este espacio, hoy ante ustedes.
Bienvenido/a a este tambaleante vaivén de mi oscilografía.


viernes, 26 de noviembre de 2010


uN COMENTARIO FUTBOLISTICO

Cada vez que miro un partido de fútbol corro el riesgo de ponerme a llorar. Recuerdo el llanto de mi hermano, dos años menor, nuestras primeras veces en una cancha. Sentados en las incómodas y enormes gradas del estadio Defensores del Chaco, bien pegaditos, asustadísimos de tanto ruido, de tanto nervio, de ver a nuestro papá tan silencioso y a ratos gritando muy enojado.
-¡Si van a llorar no vienen más! – nos decía, mientras por detrás se escuchaban los cánticos que aunque nos esforzáramos mucho no lográbamos entender. Yo era la más grande y me mordía las ganas de llorar, sobre todo al inicio de cada juego, cuando el suelo parecía vibrar o moverse de tantas bombas y gente saltando.
Siempre odié las banderas que constantemente tapaban mi visual, y con los años aprendí a mirarlas con una especie de recelo claustrofóbico. Aunque debo admitir su utilidad en los días de lluvia.
-Vos quisiste venir, así que ahora aguántate – sentenciaba inmisericorde mi padre. Y yo tiritaba enrollada como una oruga colorinche, azul y roja para ser exacta. Mi ruptura final con la enseña que representa al club de mis amores se dio a los 10 años aproximadamente. Era una larga jornada que incluía partidos dobles. El estadio estaba a medio llenar y había hinchas de Luque, Olimpia, Libertad y Cerro. Al salir de la cancha iba contenta y feliz en el asiento del copiloto, con la cabeza afuera de la ventanilla del coche y revoloteando orgullosa mi bandera azulgrana, cuando tuvimos la mala suerte de quedar atorados en el tráfico a unas pocas cuadras y coincidir con un camión que transportaba unos 20 o 30 hinchas de Sportivo Luqueño.
-¡Meté pues ya esa bandera mi hija! – fueron las indicaciones tardías de mi papá, que llegaron a mis oídos al mismo tiempo que el aluvión de golpes en el techo del coche, producido por diferentes proyectiles que, como pude percatarme después, eran en su mayoría latas vacías de cerveza. Creo que este es el motivo por el que no tuve nunca más una bandera propia, aunque si me la prestan la sigo levantando con el mismo orgullo. Claro que con los sentidos mucho más alerta.
Uno de mis primeros amores fue el número 7, que con su larga melena ondulada, su ñembo rebeldía y unas cuantas sorpresas, me tenía aplaudiendo y gritando como loca entre suspiros. Después vinieron muchos otros, diferentes números, diferentes colores y a medida que iba creciendo, crecían también mis exigencias, por supuesto. Lástima que el fútbol sea una eterna novela que cambia y cambia de protagonistas. ¿Para cuantos alcanzará mi admiración y mi amor?
Debo admitir que en un principio lo mío con este deporte era sólo curiosidad. Quería entender aquello que transformaba a mi padre, a mis tíos y primos, que fueron acoplándose a nuestras excursiones futboleras, en expertos del manejo de malas palabras a dos lenguas (español y guaraní). ¿Qué era lo que hacía que mi padre, un hombre correcto y tranquilo, a la primera oportunidad me hiciera pasar corriendo, atravesar el tejido que dividía un sector más económico de otro más caro, viendo y siendo consciente de que, a lo lejos, hormigas azules se organizaban en filas para impedírnoslo?
Ya en plena adolescencia este deporte me enseñaba que los hombres (además de mi hermano) también lloran, y no es que fuesen todos llorones. De aquellas lágrimas derramadas por miedo ya no quedaba nada, rápidamente se habían secado y ahora se lloraba de tristeza, por el simple hecho de no haber ganado.
Hoy en pleno 2010 y a mis 30 años me encuentro nuevamente evocando estos recuerdos. Mordiéndome por no llorar. Sintiendo el sinsabor en la boca y conteniendo la respiración hasta que el árbitro, siempre vendido e hijodeputa, da el pitido final a otro Mundial. Ese final que deja mi ilusión rota, que me obliga a secarme las lágrimas con la manga de mi casaca número 7 y pensar maldiciendo que cuatro años es mucho tiempo.
- Tranquila mi’ja… vamos a estar mejor pa el próximo Mundial… - me dice con unas palmaditas mi padre, escondiendo sus ojos llorosos.
En momentos así, insisto en que el fútbol es la peor novela en la que pude engancharme porque no termina, sólo las fechas, los números y los personajes principales cambian y cambian (Por poner un ejemplo, mi 7 es ahora el 10 de Lionel Messi).
Sobre las tácticas y estrategias de este deporte espero me perdonen, soy muy mujer y me aburren por lo que prefiero no hablar. Puedo aconsejar al respecto a ciertos técnicos que les convendría más jugar la quiniela o leer a Benedetti, qué se yo.
Mientras yo seguiré como siempre, gritando desde mis entrañas un gol, enjugándome las lágrimas cuando el esfuerzo amerite y esperando el golazo, ese que todos saben es diferente, ese que pienso festejar gritando y llorando como es costumbre, esperando lo disfrutes, entiendas y acompañes.